miércoles, 1 de mayo de 2024

F181 - Un castillo con fantasma, (Bruselas VI)


Retornemos a Bruselas.

Como sabrán ustedes, todo castillo que se precie tiene un fantasma. Un alma en pena que vaga entre sus paredes de piedra buscando algún ser querido o una explicación de por qué diantres le expulsaron, de este mundo, de forma tan repentina, y maleducada, casi brutal (sablazo en la cabeza, por ejemplo).

Otros fantasmas no son ectoplasmas sino físicos, más de almorzar patatas con chorizo, para que me entiendan; entes corpóreos con el ego subidito de tono y modales a juego.

Pero, vayamos por partes, como dijo Jack el Destripador y canta Estopa.

Tras la contemplación exhaustiva de la catedral, a nivel de tesis doctoral, con sus cientos de cuadros, vidrieras, arcos, estatuas y otros elementos sacrosantos. Me digo, ¿y ahora qué? La respuesta es evidente: ahora el castillo.

Siempre que visito una ciudad, con un poco de renombre, echo un vistazo rápido a la guía turística en busca de las dos atracciones top, digamos. Adivinaron: catedral y castillo, y si está cerca el uno de la otra, mejor. Si se hallan lejos, ya buscaremos algún pub entre medio para labores de avituallamiento, no es cuestión de llegar deshidratados y exhaustos. Sin embargo, no hubo suerte. El castillo más cercano se hallaba en Gante.

¿Para qué están los trenes?, me dije. Y hacia Gante me dirigí.

Castillo y catedral. O viceversa. ¿Por qué? Sencillo: de vuelta a casa, a menudo te encuentras con el típico listo de turno, ya sea en alguna fiesta (pegado a los canapés, poniéndose ciego de salmón noruego y verdejo), o quizás en una cena de empresa, o en el vermú de los domingos, entre pincho y corto de cerveza, quien te suelta: “Ah, Bélgica, sí, magníficos castillos, viste alguno por dentro, supongo”. Si respondes de modo afirmativo, de inmediato, el pitagorín contraataca: “¿Y la majestuosa catedral en Bruselas?”; “ Por supuesto”, contestas (“¡toma, capullo!”) inflado de orgullo cual pavo yanqui la víspera de Acción de Gracias. “¡Turistillas domingueros a mí!” te dices, ufano. Pero entonces, por la espalda, a traición, champiñón a punto de ser engullido, el espabilado de la clase remata: “¿Y la ermita de los Dominicos Austeros de San Benedicto el Pobre? Sí, hombre, esa situada a unos 248 kilómetros al este de la ciudad, pasada la montaña tal, junto al valle cual”. Y tú llenas la boca con seis tostaditas untadas de paté de oca silvestre, ciscándote, por lo bajini, en todos sus muertos más frescos (como diría el Reverte), y con el Rioja en mano le haces gestos, espera que trague, espera. Con disimulo de actor de compañía teatral pueblerina, miras al fondo de la barra, y sales con premura para saludar a una señora a la cual no conoces de nada. ¡Malditos listillos trotamundos! Balbuceas mientras masticas y masticas y masticas, en un intento de no morir atragantado.

Queda fatal no visitar el castillo.

En esta ocasión lo hice a lo pro, como dicen los chavales hoy en día (les da pereza incluso hablar, pronuncian una de cada tres sílabas: “Bro, ¿te hace un selfi a lo pro?”). A lo profesional, de toda la vida. Alquilé un aparato de esos como de agente secreto, de tebeo, Anacleto. Una guía de voz, o algo así, lo llaman. Un ladrillo negro, con teclas numeradas enormes (por si olvidaste las gafas de viejo), al igual que aquellos Motorola de los 90,  pero a lo bestia.

Allá estaba yo, con el móvil prehistórico pegado a la oreja, que menuda pinta para una foto, oigan. Serían las cinco y media de la tarde. Cielo azulado, nubes como algodones. Brisa embriagadora. Una delicia.

El cacharro propagaba voz con acento hispanoamericano, ignoro la procedencia exacta (latino me suena a Imperio de Roma). Era como escuchar una película de Disney de la infancia, mal doblada. El emisor se iba por las ramas, saltando de una a otra cual chimpancé adolescente. Mostraba una ligera obsesión por las aventuras de faldas de la aristocracia, realeza y populacho, no hacía ascos a ningún estrato social. Un profesional del papel cuché edición Edad Media, todo aderezado con lenguaje actual y hortera (el señor del castillo, Fulano, tuvo un rollete con la tejedora Mengana; con ese estilo). Mi interés, insatisfecho, más cercano a batallas, torturas, justas y decapitaciones (quizás debería aparcar la novela negra nórdica por una temporada).

Hubo momentos en que apagué aquella voz de guía plasta. Ya me pondré al día, cuando regrese, viendo un maratón de Sálvame Vintage, pensaba. Me limité a contemplar aquellos pasadizos, celdas, rejas, torretas con boquetes en los muros por donde arrojaban brea ardiente como bienvenida al enemigo. Todas esas cosas de castillo medieval.

En aquellos cometidos andaba cuando advertí un grupo que me precedía. Constaba de una docena de personas, guía incluido. Uno de carne y hueso, de esos que hablan con voz engolada y potente, para darse importancia y amortizar el curso CCC estudiado: “Guía Profesional de Castillos del Medievo y Otras Fortalezas”.

El tipo se dirigía a ellos en inglés.

Esta es la mía, me dije. Lección de listening, by the face (“escuchar un rato inglés, por la cara”, para los no bilingües). Me arrejunté con disimulo, justo en el límite del grupito. Miraba, de soslayo, el habitáculo enrejado, lleno de jaulas, armas e instrumentos de tortura, activando la antena en modo idioma de Shakespeare.

Una maravilla el cicerone. Por fin, me enteré de cómo colgaban, torturaban y acuchillaban en aquellas lúgubres mazmorras. Cómo castigaban y humillaban a los inocentes (toda la puta vida igual) mientras el malo se iba de rositas, con la rubia de turno, a la grupa de su negro corcel.

Me separé del corro. No era cuestión de abusar, además el guía por fascículos me saeteaba miradas que ni el mismísimo Mazinger Z y sus rayos láser. Continué a mi libre albedrío, en otra dirección, alejándome de los británicos.

Yo solo.

Un salón enorme. Frío como caserón de pueblo. En la pared del fondo una inmensa chimenea. Les costó lo suyo, relataba mi amigo locutor, encontrarle el truquillo al asunto. Sacar el humo del habitáculo. Hartos de medio asfixiarse mientras asaban los jabalíes, en mitad del salón. Hasta que un día, el  vivo del burgo (los ha habido en toda época), pagado por los ricachones propietarios, abrió un hueco en el muro por donde pululaba el calor, calentando la sala, a la par que extraía el humo hacia el tejado.  ¡Con lo sencillo que parecía!

De repente veo una sombra.

Una silueta oscura, bajo el umbral de la puerta más lejana. El grupo se había dirigido hacia otro cuarto, detrás de mí. Nadie me precedía. Nadie podría haberme adelantado sin verle. Un escalofrío recorre todo mi cuerpo, de norte a sur, atravesando el ecuador donde nunca se pone el sol (no entremos en detalles).

Acelero el paso, camino de otra salida. Creo que me saltaré aquella habitación, me digo. Miro por encima del hombro, la silueta avanza hacia mí. Una figura negra como sotana de cura aldeano. Shite! maldigo en escocés. Amplío las zancadas, al borde del trote, con cuidado de no tropezar con algún objeto expuesto y que la factura/fractura no compense el viaje.

Recorro la estancia lateral a toda prisa. No contemplo nada (cuadros, ventanas enrejadas, espadas, escudos, nada, una pérdida monetaria). La forma tenebrosa me persigue, emitiendo un sonido gutural, tétrico, cual voz escapada del averno.

-          —Ehhrghhh, jij; ehhrghhh jij.

Acojonadito subo los escalones de tres en tres a la azotea. La altura es de vértigo. Mi reino por una escalera de incendios. Banderas, estandartes, torretas, mirillas para asomar lanzas y flechas, pero ni rastro de la parabólica (cómo se apañarían estos señores sin Netflix), pienso de forma absurda y obsoleta, de puro terror.

El ente me alcanza. Quedo petrificado.

-          —Oiga, usted – dice, al fin en inglés, jadeando.

Respiro con alivio.

Se trata de una vigilante del castillo. Uniforme negro, con una especie de capa a juego. Morena, cabello corto, aspecto de portera de discoteca como segundo trabajo. Me tranquilizo un poco, no lleva porra, ni pistola, ni una triste hacha, o maza, o un garrote de esos con clavos incrustados.

-          —No puede separarse del grupo. Rápido, vamos. Estamos a punto de cerrar. No se demore – dice con acento alemán; tono serio, brusco rayano en lo borde.

No es un fantasma, es la loca del castillo.

Obedezco como un niño chico regañado. Nunca lleven la contraria a una persona uniformada y con cara de dieta vegana. Podría resultar perjudicial para su salud y bienestar.

Concluyo la visita de manera precipitada y la aguja motivacional apuntando a la reserva. La poli germana me ha chafado el momento. Incapaz de reunir fuerzas para explicarle su error, que no formo parte de ningún grupo, que voy por libre, como el ave que escapó de su prisión, que cantaba el bueno de Nino Bravo.

Lejos de mi agrado el quedar solo, encerrado en un castillo, con o sin fantasmas.